sábado, julio 26, 2008

La Trompeta de Jazz en la Época del Swing y las Grandes Bandas - Parte 2


Bix Beiderbecke 1903, 1931


Tanto se ha escrito sobre la vida atormentada de Bix Beiderbecke, que todo lo que se diga son lugares comunes. Por ende, que mejor homenaje para Bix que reproducir un cuento, alguna vez inédito, maravilloso cuento éste con todo su anacronismo surrealista como la vida misma de Bix, por aquel gran jazzman que también fue Julio Cortázar, igualmente autor del cuento El Perseguidor sobre Charlie Parker en sus días en París.

Otras reseñas biográficas sobre Bix se encuentran en anteriores blogs del autor.


Soy panameña y hace rato que vivo con Bix.

Lo escribo y paso a la otra línea, nadie va a creerlo, si lo creyeran serían como yo y no sé de nadie que sea como yo. No exactamente yo, pero al menos como yo. A lo mejor es una ventaja porque puedo escribirlo sin que me importe que lo lean o no, que al final queme esto con el último fósforo del último cigarrillo. O lo deje abandonado en la calle, o se lo dé a cualquiera para que haga lo que le dé la gana; todo estará ya detrás, tan detrás de mí y de Bix. Lo escribo porque no tengo otra cosa que hacer y porque es cierto o le parecerá cierto a alguien que sea como yo. Los hay, los he rozado de cerca o de lejos en la vida, no todos viven atados a lo que les enseñaron. Mirá, Rimbaud dijo que se había enamorado de un cerdo, y los profesores piensan que era un gran poeta. Lo piensan probablemente sin creerlo, porque hay que pensarlo para no quedar mal. Pero yo sé que era un gran poeta y Bix también lo sabía, aunque jamás leyó una línea de francés y yo tenía que traducirle a Rimbaud y él se agarraba la cabeza y se quedaba pensando, o se iba al piano y se ponía a tocar esa cosa que ahora se llama In a Mist y que era su manera de decir que entendía la poesía francesa porque le llegaba desde Debussy y como casi siempre todo le llegaba por la música y ésa era su única manera de entender cosas que no entendía cuando le llegaban de otra manera, la vida por ejemplo, el orden de eso que yo misma llamaba realidad y que él solamente entendía en do mayor o fa sostenido, soplando dulcemente en su corneta o yéndose al piano y dejando nacer Lost in a Fog, quemándose los labios con el cigarrillo olvidado por las manos arañas que tejían y tejían en el teclado hasta que todo acababa en una puteada y un salto, yo siempre tenía cerca un tubo de crema para curarle los labios, después nos besábamos riendo y él volvía a putear porque le dolía y porque la corneta le iba a doler todavía más por la noche cuando tuviera que tocar en el Blue Room por ochenta dólares la noche.


Valcarajo, como decía el tío Ramón que juntaba las palabras y las hacía sonar como un latigazo en pleno culo, no es que me cueste escribir porque como no me doy ningún trabajo y esta máquina resbala como el ron que ya lleva horas resbalándome, todo se da en una cinta que apenas veo, no porque escriba al tacto pero ni siquiera miro el papel, me gusta más seguir a mis dos dedos que saltan de arriba abajo, la mano izquierda que corta la cinta y la pasa al otro renglón, tengo una lámpara Tiffany que me llena el papel y la cara y las manos de manchas anaranjadas, verdes, azules, escribir es como estar bailando despacio con Bix en el Phoenix, ser parte de, ser parte de qué, ser parte de eso que nos une a todos sin que nadie sepa que está unido y que solamente esa noche estará unido con las otras partes porque aunque volvamos al Phoenix ya no será igual, como las olas en Waikiki una tras otra desde hace millones de años y ninguna igual a la otra, quién podría decir que una ola contiene el mismo número de gotas de agua que las otras olas, o la forma o la alegría o el dibujo de la cresta o la forma de romperse en esa playa donde a Bix le gustaba quedarse dormido y yo fumaba mirándolo, chiquito y feo, con su algo de alemán que se le había pegado en el maldito apellido y en algunos gestos venidos del padre o de los tíos, los Beiderbecke con su árbol de Navidad y los pasteles perfumados de la madre de Bix, esos resabios metidos en el alma en pleno Middle West, los alemanes con camisas de cowboys y hablando americano y más patriotas que Thomas Jefferson. Valcarajo, como decía el tío Ramón, valcarajo la Alemania de la que nunca le oí hablar a Bix porque él ya era de los de este lado, nunca entendí por qué no se cambiaba el apellido como habían hecho otros músicos, *Eddie Lang por ejemplo. Que yo me llamara Manzanares le hacía una gracia inmensa a Bix, le había dado vueltas a la cosa cuando le expliqué lo que quería decir, se torcía de risa y después me apretaba contra él y me decía Linda, Linda Manzanares, Linda Applegarden, Appletrees, Applefuckingpie, al final se quedaba con Applepie, y casi siempre después de eso empezaba a comerme porque nada le gustaba más que el pastel de manzanas con cerveza, me chupaba la nariz repitiendo Applepie, Applepie, y yo le soplaba en plena boca y se tiraba para atrás maldiciendo y tratándome de cochina, escupiéndome el applepie que yo le había soltado en la boca, pobrecito.


A Bix lo conocí en la misma época en que conocí a Omar, a mis papás (escribo papás porque me da risa, es tan cómico hablar de papás cuando se piensa en esos escarabajos peludos que me criaron entre monjas y me rajaban a latigazos cuando yo venía los domingos y me olvidaba una toalla higiénica al lado del lavabo, asquerosa repugnante –mamá–, a esta cochina hay que enseñarle el respeto –papito querido–), pero por lo menos en la casa había la televisión y alguno que otro domingo yo podía esperar sentada en la sala sabiendo que Omar iba a venir a mirarme, la querida familia jugaba al dominó en el comedor y yo esperaba sola la hora en que anunciaban a Omar y me iba resbalando en el sillón y esperaba que una vez más Omar entrara en primer plano y empezara a hablar, a mirarme, disimulando con un discurso cualquiera, pueblo de Panamá, queridos amigos, cualquier cosa para los que llenaban el estadio o el teatro porque lo que él quería era solamente mirarme y tenía que soltar las peores babosadas para que nadie se diera cuenta de que había venido a la TV para mirarme, yo lo esperaba estirada en el sofá y él empezaba a hablar y sus ojos de tigre verde se me clavaban y yo le sonreía, Omar, Omar, lo dejaba mirarme mientras me subía la falda poco a poco dejándolo mirarme, le iba mostrando todo poquito a poco, sin apuro porque Omar iba a quedarse media hora diciendo babosadas para los otros pero yo me tenía inventado el código, de cada tantas palabras elegía las que Omar estaba diciéndome solamente a mí mientras me clavaba sus ojos de tigre y le temblaban los músculos de las sienes, sus manos que se alzaban como para alcanzarme, para hacerme lo que yo me estaba haciendo delante de él mientras me miraba y me hablaba. Por el espejo podía ver la entrada del comedor y sabía en qué momento tenía que enderezarme bajándome la falda, Omar comprendía porque también él podía ver el espejo desde la TV, a veces mi papá o más seguido mi mamá que venían como extrañados, o los dos mirándose y diciendo esta muchacha, quién hubiera dicho que le iba a interesar tanto la política, se lo voy a decir a la hermana Filotea, no es bueno que a su edad, valcarajo decía el tío Ramón desde el comedor, ya largaron el partido de nuevo, con ustedes no se puede jugar.


Claro que Bix no podía mirarme como Omar, en los tiempos de Bix no había televisión pero qué importaba, él había llegado el día en que mi primo Freddie volvió de los Estados Unidos con una pila de discos de jazz y empezó a querer manosearme hasta que lo mandé bailando al córner con un sopapo que para qué te cuento, después quedamos amigos porque él se encontró con la Rosalía y los tres nos juntábamos en la casa de la Rosalía cuando yo me les escapaba a las monjas y Freddie nos daba conferencias sobre el jazz tradicional, el Dixieland y esas cosas, y nos iba poniendo los discos, nadie supo nada de Bix y de mí, Freddie hablaba de él bajando la voz y contándonos de su vida, cómo se había muerto joven y comido por el gin, cómo ese solo de corneta en I’m coming, Virginia, y Rosalía sí, sí, claro, y entonces Bix como Omar aprovechando para mirarme a su manera, tocando solamente para mí cada solo, viéndome desde la música como después vería y entendería a Rimbaud desde su piano, solos él y yo mientras Rosalía y Freddie se besaban en pleno tutti de Paul Whiteman donde Bix solamente se asomaba un momento para mirarme desde su solo y decirme ya lo que tantas veces me diría después, Applefucking pie, little Apple pie, sweet Apple pie.


Entre ellos no se molestaban, cada tantos domingos Omar venía a mirarme desde la TV y Bix en la casa de Rosalía, yo le robé uno de los discos a Freddie y lo escuchaba a solas en casa, mamá venía protestando, esa música, muchacha, parece cosa de negros, dónde está la melodía, sacá ese horror o te lo tiro a la basura, yo lo escondía cada vez en un lugar diferente y al final como que medio se iban acostumbrando a Jazz me Blues, y justamente yo lo estaba escuchando bajito en mi cuarto con un tocadiscos inmundo que me había prestado Juanita Leca cuando se oyeron los gritos de papá que le telefoneaba al tío Ramón y hablaban de Omar, no entendí por qué papá se atragantaba, hablaba de las noticias de la radio, y cuando la encendí y supe que el helicóptero se había estrellado y que buscaban el cuerpo de Omar me fui quedando como si se me fuera toda la sangre, el disco con Jazz me Blues giraba y giraba en el silencio, lo saqué del plato y lo abracé y vi por el espejo la pantalla vacía de la TV y de golpe todo, ya no iba a mirarme más, tendría los ojos hechos pedazos, ya no iba a mirarme nunca más. Mamá lloraba a gritos en la sala y yo dejé el disco en una mesa y salí a la calle a caminar, llegué a lo de las monjas y me metí en mi cuarto y solamente mucho más tarde me acordé de que había abandonado el disco, de que tampoco Bix me iba a mirar si perdía el disco y de golpe no me importó que me lo rompieran o lo tiraran como desde luego hicieron en seguida los escarabajos peludos.


No me importó nada porque algo me pasó esa noche que yo misma no sé, no es que no quiera escribirlo pero no sé, algo como si Omar me hubiera llevado con él vaya a saber adónde, y todo dejó de dolerme, creo que me dormí o que soñé despierta todo esto, de golpe no hubo tiempo ni Omar, sentí el primer aviso de mis reglas, el tirón suave que siempre me exasperaba por todo el trabajo con las toallas y el resto, pero ahora no, era como si comprendiera que Omar me había mostrado un camino, como si nunca hubiera estado enamorado de mí y en cambio me estuviera mostrando otra cosa, una manera de hacerme entender que Bix seguía siempre allí, que solamente Bix seguía ahora allí y que todo dependía de que yo fuera a buscarlo como nunca había ido a buscar a Omar que solamente me miraba por la TV pero sin otra cosa, sin eso que ahora yo sentía en el pecho, en el vientre que empezaba a dolerme más y más, eso que estoy escribiendo sin comprender nada y que era como si Omar me estuviera mostrando el camino para llegar a Bix.


Soy panameña y tengo cuarenta años. No había cumplido los dieciocho cuando encontré a Bix después de eso que anda más arriba de la página y que no releo porque sé que no puede decirle nada a nadie o a casi nadie (lo habré escrito por ese “casi”, supongo, qué importa). Ya para entonces yo era lo que los escarabajos peludos (uno ya se había muerto) habrían llamado una puta, es decir que a los diecisiete y en el último año de las monjas le acepté una cita a Pedro el del garaje que tenía como veinticinco años pero me gustaba tal vez porque era chiquito como Bix en las fotos y además fui a su pieza roñosa llevando un disco de Bix y se lo hice poner mientras él me desnudaba, y habrá sido casualidad pero cuando justamente empecé a gritar de dolor Bix entraba en su solo de Royal Garden Blues y yo seguí gritando pero ahora el dolor viraba, se llenaba como de oro, por fin yo era de Bix, así tenía que ser aunque el estúpido de Pedro me baboseara con el orgullo de tenerme clavada en su cama y quisiera empezar de nuevo y yo le dijera bueno, pero antes volvé a poner un disco, y él se quedara mirándome como pensando que era medio idiota o anormal.


Dos veces he dicho que soy panameña, parece cosa de novata en la máquina, pero es que solamente repitiéndolo puedo seguir adelante y llegar como de corrido a ese pueblo de Ohio o de Maryland donde estaban tocando Bix y sus muchachos, es eso lo que me obliga a drogar todo esto con palabras como a veces yo me drogo con hash, porque estos sos también vos y no sé, te lo digo como si te acariciara el sexo o te lamiera despacito una oreja, no sé pero quisiera tanto que no hagas preguntas, no te pido que me creas porque tampoco yo, no se trata de creer o no creer sino pensar que se puede no ser un escarabajo peludo y dejar que las cosas ocurran en la página como a su manera están ocurriendo en la calle o en la pieza de al lado. Esa noche no pude acercarme a Bix porque había demasiada gente pero a la mañana siguiente lo encontré en la cafetería del hotel tomándose un café y como perdido en algo que debía interesarle en el cielorraso, y sin pedirle permiso me senté en la silla de enfrente y puse la mano sobre la suya y le dije sabés, quiero que sepas, hace ya tanto que me estás mirando que no puedo más. Y él bajó los ojos del cielorraso, muy despacio, se sentía que la mirada resbalaba en el aire como una frase de corneta, y me dijo bueno, si es así por qué no tomás un café conmigo y me mirás vos.


A mí Freddie me había explicado que Bix había sido, quiero decir que era un hombre con problemas, aunque nadie parecía saber gran cosa de lo que le pasaba, simplemente no era feliz y aparte del jazz se la pasaba solo, con mucha gente, claro, pero solo y bebiendo cada vez más. La gente y los otros músicos no sabían si se las arreglaba con putas o no funcionaba bien con las mujeres, al final había tenido una especie de novia reformista, en la que todos depositaban una enorme confianza como pasa siempre cuando se quiere a un amigo que anda jodido y se piensa que ese tipo de novia lo va a salvar de andá a saber qué, hay que ser cretinos. Pero eso fue más tarde, ahora Bix andaba solo en todas las giras con la orquesta y desde las cinco de la tarde los ojos se le iban poniendo de vidrio, Trum y los otros tenían que vigilarlo para que no desapareciera del hotel a la hora del trabajo. Apple pie, me dijo cuando le expliqué mi nombre, es casi peor que mi nombre, si vamos al caso.


Como no hablaba mucho, tuve que inventar cualquier cosa y empecé a mencionarle discos, que finalmente era lo único desde donde él me había estado mirando hasta ahora, y lo vi que sacudía la cabeza y que por momentos parecía no entender algunos nombres; cuando me di cuenta del porqué –era algo que tuve que aprender poco a poco, algo tan difícil no hablarle de lo que yo quería pero él no, por ejemplo la novia reformista–, bueno, entonces me puse a hablarle del concierto de la noche anterior y le dije que iría al próximo. Apple pie, dijo Bix, espero que no seas una de esas fanáticas que no se pierden uno, es algo que nunca he podido soportar, dos veces la misma cara entre el público me corta hasta las ganas de vivir, siento casi como si tuviera que repetir los solos que toqué ayer y eso es algo que no haré jamás en la vida. Aunque vaya a saber, dijo Bix mirando la taza de café vacía, vaya a saber si en una de ésas no empiezo a copiarme a mí mismo, no sería el primero.


–Yo no quiero ser una cara para vos –dije deliciosamente, y me hubiera gustado que él me pateara por dejado de la mesa–. Me compraré pelucas, no me reconocerás nunca. –Adiós –dijo Bix tirando unas monedas sobre la mesa y dándome la espalda.

Esa noche me senté muy cerca del estrado y ni siquiera me cambié el vestido, lo vi entrar detrás de los otros y mirarme casi en seguida, clavarme los ojos, y después pasó algo extraño y es que Bix se llevó la corneta a la boca como si fuera a calentarla mucho antes de empezar, y casi en un susurro tocó tres o cuatro compases de su solo en Jazz me Blues. Me acuerdo que ese tema no lo tocaron esa noche, había sido solamente para mí y supe que Bix me había perdonado. Lo seguí en la gira pero sin acercarme nunca a él, en el cuarto concierto me tocó en el hombro en el entreacto y me mostró el bar con un...

* Eddie Lang (Salvatore Massaro), había adoptado el nombre de su ídolo deportivo cuando en 1920 ingresó a la orquesta de Charles Kerr, ante la dificultad que existía en pronunciar su nombre correctamente.


Carlos Alberto 25/07/2008

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