miércoles, mayo 06, 2009

Mucho Más que un teatro en Harlem


Por Ben Ratliff – The New York Times

“No hay nada como el público en el Apollo”, escribió Billie Holiday (con William Duffy) en la autobiografía “Lady Sings the Blues. “Estaban bien despiertos temprano en la mañana. No me preguntaban cuál era mi estilo, quién era, cómo había evolucionado, de dónde venía, quién influyó en mí, nada”.

Desde los años 30 hasta por lo menos los 60, el teatro Apollo fue una combinación de lugar de reunión de pueblo, programa de búsqueda de talento y La Scala (de Milán) para la música negra estadounidense. Celebró el impulso democrático y el aristocrático; era donde se podía ver a los comediantes hacer payasadas y a Duke Ellington tocar.

Desde mediados de los 70 no ha significado lo mismo que antes. Sigue siendo uno de los mejores teatros de Nueva York, con un sonido fabuloso y vista estupenda. Pero hay quienes lo recuerdan casi como un organismo viviente.

Varias cosas hacían especial al Apollo. Una era su ubicación, en una avenida importante en Harlem. El Apollo se fusionó con su entorno: el hotel Braddock y el bar, en la calle 126 y la Octava Avenida, donde los músicos tomaban y socializaban; la United House of Prayer for All People (iglesia cristiana) del otro lado de la acera en la calle 125, famosa por sus bandas de música religiosa y su cafetería de comida soul; y el callejón del teatro, que llegó a ser una especie de área tras bambalinas al aire libre.

El teatro tiene raíces y longevidad: desde el vodevil hasta el swing, bebop, doo-wop, rhythm and blues, rock ‘n’ roll, soul y funk. En sus décadas de apogeo, sus políticas de contratación eran una combinación cuidadosa de oportunismo y cultivo de talento, y su Noche de Aficionados transformó las carreras de algunos músicos importantes.
Sobre todo, estaba su audiencia

“No hay nada como el público en el Apollo”, escribió Billie Holiday (con William Duffy) en la autobiografía “Lady Sings the Blues. “Estaban bien despiertos temprano en la mañana. No me preguntaban cuál era mi estilo, quién era, cómo había evolucionado, de dónde venía, quién influyó en mí, nada”.

Anthony Gourdine, más conocido como Little Anthony, empezó a frecuentar el Apollo con su madre para ver las funciones de góspel a principios de los años 50, y tocó allí docenas de veces con su grupo vocal, The Imperials. “Los neoyorquinos son sofisticados y están en feroz sintonía con su ambiente”, dijo sobre la audiencia del Apollo. “Cuando se les metía en la cabeza que les habías gustado, realmente te lo hacían saber. Se volvían locos”.

En otras ciudades, habían teatros comparativamente famosos para artistas negros: el teatro Howard, en Washington, que era un poco más pequeño (unas 1,200 butacas en comparación con las 1,500 del Apollo) y el Regal, en Chicago, que era el doble de grande.

Pero Chicago era simplemente un pueblo grande”, dijo Roy Haynes, veterano baterista de jazz. “Era un público serio el de Harlem. La gente sabía qué esperar”.

Seguramente conocían la historia de Ella Fitzgerald, quien ganó el concurso de aficionados en 1934. Asimismo, deben haber sabido que Sarah Vaughan ganó en 1942, y pronto fue contratada por Earl Hines. Posteriormente, se enterarían de otros ganadores en la Noche de Aficionados: Dionne Warwick, Gloria Lynne, Gladys Knight, los Jackson Five y Luther Vandross.


El mito de la crueldad ocasional del público del Apollo no era una exageración. Haynes recordó una noche, a fines de los 40, cuando estaba con la banda de Lester Young. El guitarrista del grupo, de quien no revelará el nombre aún después de todos estos años, cantó el éxito de Nat King Cole “What’ll I Do?” Fue un fracaso total y el público lo hizo trizas.


Para mediados de los años 70, cuando las nuevas estrellas del pop de raza negra podían llenar arenas y salas más grandes, y rutinariamente lo hacían, los residentes de Harlem tuvieron menos necesidad del Apollo.



Carlos Alberto 06/05/2009

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